Capítulo
1 LUGAR DE PABLO EN LA HISTORIA
El
hombre necesitado por el tiempo
Hay algunos hombres cuya vida es imposible
estudiar sin recibir la impresión de que fueron enviados al mundo expresamente
para hacer una obra demandada por las exigencias de la época en que vivieron.
Por ejemplo, la historia de la Reforma no puede ser leída sin admirar la
disposición providencial por la que hombres tan grandes como Lutero, Zwinglio,
Calvino y Knox se levantaron simultáneamente en diferentes partes de Europa con
el objeto de romper el yugo del papado y publicar de nuevo el evangelio de gracia.
Cuando el avivamiento evangélico, después de haber sido de bendición para
Inglaterra, estuvo próximo a romper en Escocia y terminar el triste reino del
Moderatismo, se levantó con Tomás Chalmers una inteligencia capaz de absorber
por completo el nuevo movimiento y de bastante simpatía e influencia para
difundirlo hasta en los más remotos confines de su país natal. Ninguna vida
mejor que la del Apóstol San Pablo ha producido esta impresión de que venimos
hablando. El fue dado al cristianismo cuando éste se hallaba en los primeros
momentos de su historia. El cristianismo, en verdad, no era débil, y ningún
hombre puede ser considerado como indispensable para aquel, pues llevaba en sí
mismo el vigor de una existencia inmortal y divina que no podía menos de revelarse
en el curso del tiempo. Pero si reconocemos que Dios hace uso de los medios que
se recomiendan aun a nuestros ojos como adaptados al fin que tiene delante,
entonces debemos decir que el movimiento cristiano, en el momento en que se
presentó San Pablo en la palestra, necesitaba en extremo de un hombre de
extraordinarias dotes, quien, poseído de genio, lo incorporase en la historia
general del mundo; y en Pablo encontró al hombre que necesitaba.
Un
tipo del carácter cristiano
El cristianismo obtuvo en Pablo un tipo
incomparable del carácter cristiano. En verdad, ya poseía el modelo perfecto
del carácter humano en la persona de su fundador; pero él no fue como otros
hombres, porque nunca tuvo que luchar con las imperfecciones del pecado; y el
cristianismo necesitaba aún demostrar lo que podía hacer de la naturaleza
humana imperfecta. Pablo proporcionó la oportunidad para demostrar esto.
Naturalmente era de gran fuerza y alcance mental. Aun si nunca hubiera sido
cristiano siempre habría sido un hombre notable. Los otros apóstoles habrían
vivido y muerto en la oscuridad de Galilea si no hubieran sido elevados a un
lugar prominente por el movimiento cristiano; pero el nombre de Saulo de Tarso
hubiera sido recordado bajo algún carácter, aun cuando el cristianismo nunca hubiera existido. En Pablo el cristianismo tuvo la
oportunidad de demostrar al mundo toda la fuerza que traía consigo. Pablo
estaba convencido de esto, aunque lo expresó con perfecta modestia cuando dijo:
"Por esto fui recibido a misericordia para que Jesucristo
mostrase en mí el primero toda su
clemencia para ejemplo de los que habían de creer en él para vida eterna".
Su conversión probó el poder del cristianismo para destruir las más fuertes
predisposiciones y estampar su propio tipo en una gran naturaleza por una
revolución tan instantánea como permanente. La personalidad de Pablo era tan
fuerte y original, que de cualquier hombre se hubiera esperado, menos de él, un
cambio tan completo; pero desde el momento en que tuvo contacto con Cristo
quedó tan dominado por su influencia que por todo el resto de su vida su deseo
dominante fue el de ser un mero eco y reflexión de Aquel para el mundo. Pero si
el cristianismo demostró su fuerza por la tan completa conquista que hizo de
Pablo, no demostró menos su valor en la clase de hombre que de él hizo, cuando
Pablo se entregó a su influencia. Satisfizo las necesidades de una naturaleza
peculiarmente hambrienta, y nunca, hasta el fin de su vida, reveló en lo más
mínimo que esta satisfacción hubiese disminuido. Su constitución original
estaba compuesta de materiales; finos: pero el Espíritu de Cristo, pasando a
ellos, los levantó a un grado de excelencia del todo sin igual. Ni a él mismo
ni a otros le fue dudoso que la influencia de Cristo le hiciera lo que él fue.
El verdadero lema de su vida sería su propia frase: "y ya no vivo yo, mas
vive Cristo en mí". En verdad, Cristo fue tan perfectamente formado en
él que podemos estudiar el carácter de Cristo en el suyo; y los
principiantes tal vez pueden aprender mucho más de Cristo por el estudio de la
vida de Pablo que por la de Jesús. Había en Cristo mismo una concurrencia tal
de todas las excelencias que impidió que su grandeza fuera vislumbrada por el
principiante a la manera como por la perfección misma de las pinturas de Rafael
quedan decepcionados los ojos sin educación cuando las ven. En Pablo, en
cambio, unos pocos de los más grandes elementos del carácter cristiano
estuvieron expuestos con tan clara determinación que ninguno puede dudar de su
existencia, así como las características más prominentes de las pinturas de
Rubens pueden ser apreciadas por cualquier espectador.
El
pensador del cristianismo
En segundo lugar, el cristianismo obtuvo en
Pablo un gran pensador. Por el momento esto era especialmente lo que
necesitaba. Cristo había partido del mundo, y aquellos a quienes dejó para que
le representaran eran pescadores sin instrucción, y la mayor parte sin ninguna
notabilidad intelectual. En un sentido, este hecho demuestra una gloria peculiar
del cristianismo, porque prueba que no debe el lugar que tiene como una de las
grandes influencias del mundo a las habilidades de sus representantes humanos:
no por fuerza, ni por poder, sino por el Espíritu de Dios se estableció el
cristianismo en la tierra. Sin embargo, si miramos al pasado, claramente
podemos ver cuan esencial era que un apóstol de educación y carácter diferentes
se levantara. Cristo una vez por todas había manifestado la gloria del Padre y
había completado su obra expiatoria. Pero esto no era suficiente. Era necesario
que el objeto de su venida se explicara al mundo. ¿Quién era el que había
estado aquí? ¿Qué fue lo que precisamente hizo? A estas preguntas los primeros
apóstoles podían contestar con respuestas breves y populares; pero ninguno de
ellos tenía el alcance intelectual o la disciplina mental necesarios para
responder satisfactoriamente al mundo de las inteligencias. Felizmente no es
esencial a la salvación poder contestar a tales cuestiones con exactitud
científica. Hay muchos que conocen y creen que Jesús fue el Hijo de Dios y
murió para la remisión de los pecados, y que confiando en El como en su
Salvador son purificados por la fe, pero que no podrían explicar estas
afirmaciones sin caer en equívocos en casi cada frase. Sin embargo, si el
cristianismo había de hacer una conquista tanto moral como intelectual del
mundo, era necesario para la iglesia haberse explicado exactamente la completa
gloría de su Señor y el significado de su obra salvadora. Por supuesto, Jesús
había tenido en su mente una comprensión tanto de lo que fue como de lo que
hizo, tan clara como la luz del sol. Pero era uno de los aspectos más patéticos
de su ministerio terrestre el hecho de que no podía declarar toda su mente a
sus seguidores. Ellos no eran capaces de llevarla; eran demasiado rudos y
limitados para entenderla. Jesús tenía que llevarse del mundo sus más profundos
pensamientos sin haberlos expresado, confiando con una fe sublime en que el
Espíritu Santo guiaría su iglesia en el curso de su desarrollo subsiguiente.
Aun lo que él expresó fue entendido muy imperfectamente. Había una
inteligencia, es cierto, en el círculo original de los apóstoles, de las más
bellas cualidades y capaz de remontarse a las mayores alturas de la
especulación. Las palabras de Cristo penetraron en la mente de Juan, y, después
de haber quedado en ella por medio siglo, aparecieron y crecieron en las
admirables formas en que las heredamos en su Evangelio y Epístolas. Pero aun la
mente de Juan no era apropiada a las exigencias de la iglesia; era demasiado
fina, mística y rara. Sus pensamientos son aún hoy día la posesión especial de
las inteligencias más ilustradas y espirituales. Se necesitaba de un hombre de
pensamientos más vastos y más sólidos, que bosquejara el primer contorno de las
doctrinas cristianas; y tal hombre se encontró en Pablo. Pablo fue un gran
pensador por naturaleza. Su inteligencia fue de extensión y fuerza majestuosas;
trabajaba sin descansar; nunca fue capaz de abandonar un asunto que tuviera
entre manos, sino cuando lo había perseguido hasta sus primeras causas, y
cuando había vuelto de nuevo a demostrar todas sus consecuencias. No le era
bastante saber que Cristo fue Hijo de Dios; tenía que descomponer este hecho en
sus elementos y entender precisamente lo que significaba. No le bastaba creer
que Cristo murió por los pecadores; necesitaba más; tenía que investigar por
qué fue necesario que lo hiciera así y cómo su muerte los lavó. Pero no
solamente poseía este poder especulativo por naturaleza, sino que su talento
fue desarrollado por la educación. Los demás apóstoles eran hombres iliteratos,
pero él reunía los más completos adelantos de la época. En la escuela rabínica
aprendió la manera de arreglar, afirmar, y defender sus ideas. Tenemos la
prueba de todo esto en sus epístolas, que contienen la explicación mejor que el
mundo posee del cristianismo. El verdadero modo de verlas es considerarlas como
la confianza en las enseñanzas propias de Cristo. Ellas contienen los
pensamientos que Cristo no expresó cuando estuvo en la tierra. Por supuesto,
Jesús las hubiera expresado de una manera diferente y mucho mejor. Los
pensamientos de Pablo en todo tienen el colorido de sus propias peculiaridades
mentales; pero en sustancia son los mismos que los de Cristo, si él los hubiera
expresado. Hubo especialmente un gran asunto que Cristo tenía que dejar sin
explicación: su muerte. Él no podía explicarlo antes de que sucediera. Este fue
el tema principal del pensamiento de Pablo: enseñar por qué la muerte de Cristo
fue necesaria y cuáles fueron sus benditos resultados. Pero en realidad no hay
ningún aspecto de la vida de Cristo que no fuera penetrado por su mente
infatigable e investigadora. Sus trece epístolas, cuando están arregladas en
orden cronológico, demuestran que su mente de continuo penetraba más y más en
lo profundo del asunto. Los progresos de sus pensamientos fueron determinados
en parte por los progresos naturales de su propia experiencia en el
conocimiento de Cristo, porque siempre escribió de su propia experiencia; y en
parte por las varias formas de error con las cuales tenía que encontrarse
constantemente. Estas vinieron a ser medios providenciales para estimular y
desarrollar su comprensión de la verdad; así como en la iglesia cristiana la
aparición del error ha sido el medio de excitar las más claras afirmaciones de
doctrina. Sin embargo, el impulso gobernante de su pensamiento como de su vida
siempre fue Cristo; y fue su devoción eterna a este inagotable tema lo que le
constituyó en el gran pensador del cristianismo. En tercer lugar, el
cristianismo obtuvo en Pablo al misionero a los gentiles. Es raro encontrar
unido el más alto poder especulativo con la mayor actividad práctica; pero en
él estuvieron unidas ambas cosas. No solamente fue el pensador más grande de la
iglesia, sino el obrero más infatigable que ésta haya poseído. Hemos
considerado la tarea especulativa que le aguardaba cuando se unió con la
comunidad de los cristianos. Pero hubo una tarea práctica no menos estupenda
que también le aguardaba. Esta fue la evangelización del mundo gentil. Uno de
los grandes objetos de la venida de Cristo fue romper el muro de separación
entre judíos y gentiles y hacer las bendiciones de salvación propiedad de todos
los hombres sin distinción de raza o idioma. Pero no le fue permitido llevar
este cambio a la realización práctica. Fue una de las extrañas restricciones de
su vida terrestre, el ser enviado solamente a las ovejas perdidas de la casa de
Israel. Fácilmente puede imaginarse cuánto congenió dicha tarea con su corazón
intensamente humano, para llevar el evangelio más allá de los límites de
Palestina y proclamarlo de nación en nación. Pero él fue quitado en la mitad de
sus días, y tenía que dejar la tarea para sus seguidores. Antes de la aparición
de Pablo en la escena, la ejecución de dicha obra había ya comenzado. Se habían
disipado parcialmente las preocupaciones de los judíos, el carácter universal
del cristianismo en cierto grado había quedado establecido, y Pedro había dado
acceso a los primeros gentiles en la iglesia por el bautismo. Pero ninguno de
los primeros apóstoles se había colocado a la altura de la emergencia. Ninguno
de ellos pudo comprender la idea de una igualdad perfecta de judío y gentil, y
aplicarla a todas las consecuencias prácticas; y ninguno de ellos tenía la
combinación de dones necesaria para aventurarse en la conversión del mundo
gentil en grande escala. Ellos fueron pescadores de Galilea, bastante aptos
para enseñar y predicar dentro de los límites de Palestina; pero más allá de Palestina
estaba el gran mundo de Grecia y Roma; el mundo de grandes poblaciones, de
poder y cultura, de placeres y ocupaciones. Se necesitaba un hombre de
ilimitadas aptitudes, de educación, de inmensa simpatía humana, para ir allá
con el mensaje del evangelio. Un hombre que no solamente fuera un judío a los
judíos, sino un griego a los griegos, un romano a los romanos, un bárbaro a los
bárbaros; un hombre que no solamente se encontrara con rabíes en sus sinagogas,
sino con orgullosos magistrados en sus cortes y con filósofos en sus centros de
educación; un hombre atrevido, que viajara por tierra y por mar, que demostrara
su presencia de ánimo en todas circunstancias y que no se acobardara por
dificultad alguna. Ningún hombre de talla semejante perteneció al círculo de
los primeros apóstoles, pero el cristianismo necesitaba uno de tales
condiciones y lo encontró en Pablo. Originalmente apegado de un modo más
estricto que cualquier otro de los apóstoles a las peculiaridades y
prevenciones del exclusivismo judaico, apartó su camino del matorral de estas
distinciones, aceptó la igualdad de todos los hombres en Cristo, y aplicó
inflexiblemente ese principio en todos sus fines. Dio su corazón a la misión
entre los gentiles, y la historia de su vida es la historia de cuan sincero fue
en su vocación. Nunca hubo tal sencillez de atención y tal entereza de alma.
Nunca hubo energía tan incansable y sobrehumana. Nunca hubo tal acumulación de
dificultades tan victoriosamente dominadas, ni de sufrimientos, motivados por
la defensa de causa alguna, tan alegremente sobrellevados. En él estaba
Jesucristo para evangelizar al mundo, haciendo uso de sus manos y de sus pies,
de su lengua, su cerebro, y su corazón, para hacer la obra que no le había sido
posible hacer personalmente a causa de los límites de la misión que tenía que
cumplir.
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